La semana
pasada, como parte de mi lectura diaria, leí el Salmo 119, y una vez más me
llamó mucho la atención el deleite y la alegría que el salmista encuentra en la
ley de Dios. El salmista una y otra vez habla de cómo se deleita en cumplir la
ley de Dios, en leerla, en meditar en ella, ¡es casi como si estuviera
completamente enamorado de la ley!
¿Y por qué
es esto tan raro, al menos para mí? Porque estamos hablando de la ley. Con
todas sus reglas, mandamientos y rituales. ¿Quién de nosotros no batalla al
leer el Pentateuco? Hay partes en las que uno necesita todos los poderes de
concentración para no dormitar. Además, son tantos los mandamientos que es
difícil mantenerlos todos en mente; uno fácil pierde la cuenta de cuántos son.
Sin embargo, en otro salmo se nos dice que los mandamientos son "deseables
más que el oro" y "dulces más que miel, la que destila del
panal" (Salmo 19:10).
Creo que
en parte no podemos concebir tal deleite en la ley porque en el Nuevo
Testamento vemos a los fariseos, quienes tenían una obsesión por la ley que
había llegado a convertirse en pecado. ¡Qué tragedia! Los fariseos, al menos
muchos de ellos, eran gente hipócrita que en lugar de seguir la ley, habían
puesto sus tradiciones por encima de ella.
Así que el
problema no estaba en la ley, sino en que los fariseos le habían añadido a
ella. La ley en sí es perfecta y pura, y un reflejo perfecto de la santidad de
Dios. Cristo mismo dijo, "Porque de cierto os digo que hasta que pasen el
cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se
haya cumplido" (Mateo 5:18). Y agregó, "No penséis que he venido para
abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para
cumplir" (Mateo 5:17).
Dicho
esto, hay que poner en claro que la ley nunca fue suficiente para salvar a
nadie. Pablo nos aclara que la salvación siempre ha sido por gracia, inclusive
en el Antiguo Testamento (Pablo discute esto en Rom 4).
¿Y qué de
nosotros, hoy en día? Primero que nada, la ley del Antiguo Testamento ya no
tiene yugo sobre nosotros, y ha cumplido su propósito en los cristianos, el
cual es apuntar a Cristo, mostrarnos nuestro pecado y traernos a Cristo. Pero
eso no quiere decir que esté completamente abrogada, ya que ésta debe seguirse
tomando en cuenta pues refleja a Dios, ya que Él es inmutable. Es decir, la ley
del Antiguo Testamento sigue siendo muy importante hoy en día.
Además, la
Palabra enseña que estamos bajo la ley de Cristo (1 Cor 9:21; Gal
6:2). Hay muchos que, en nombre de la libertad cristiana, cometen todo tipo de
pecado sin darse cuenta que su libertad es falsa. Para el verdadero creyente,
la libertad se encuentra en cumplir la ley de Cristo. Y ésta ley no es una
pesada carga, sino todo lo contrario. El Apóstol Juan dijo, “Pues este es el
amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son
gravosos” (1 Jn 5:3).
No son
gravosos para aquellos que tienen el deseo de ser como Cristo. Para el mundo
los mandamientos de Dios son locura. Inclusive para el creyente son difíciles.
Nadie ha dicho que bendecir a los que nos maldicen es fácil. Que hacer bien a
los que nos aborrecen es fácil. Que poner la otra mejilla es fácil. Sin
embargo, para el creyente, la ley de Cristo es un yugo fácil y una carga ligera
(ver Mat 11:30), ya que uno no la carga sólo. Cristo siempre nos da de su
gracia para poder hacer lo que Él nos manda que hagamos. Jamás nos deja solos.
¿Y qué de
ti? ¿Te deleitas en cumplir los mandamientos de Cristo? ¿Meditas en ellos? Te
esfuerzas (por la gracia de Cristo) en amar a Dios sobre todo y amar a tu
prójimo como a ti mismo?
Piensa en
la comida más deliciosa que puedas imaginar. Lo que más te gusta. Ahora piensa
si estarías dispuesto a no comer ésa comida con tal de ayudar a alguien
necesitado, o con tal de perdonar a alguien, o con tal de mostrar amor a un
niño. Ojalá puedas decir como el salmista que los mandamientos de Dios son
“dulces más que la miel, y que la que destila del panal”.
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