Hoy me levanté pensando en éste episodio, así que decidí publicarlo de nuevo. Fue publicado originalmente en Agosto del 2009.
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Me
metí a la camioneta porque no había otro lugar para descansar, y yo
estaba absolutamente exhausto. Era la quinta semana de viaje misionero, y
el calor en Tamazunchale, una ciudad en las montañas de San Luís
Potosí, México, era casi insoportable. Algunos miembros del equipo
habían salido al centro para comprar nieve, pero yo no quería nieve. Yo
quería una Coca-Cola fría, o meterme a una alberca, o tomarme una siesta
dentro de un refrigerador, o algo parecido.
Pero
estábamos en una iglesia, a unas dos horas de que comenzara la reunión,
y mis ojos se cerraban por la falta de descanso. Y en esos momentos,
descansar era más importante que un refresco, o inclusive un vaso con
agua fría. Así que tomé las llaves de la camioneta blanca para catorce
pasajeros, me senté en el asiento del conductor, bajé las ventanas, me
recliné hacia atrás, y cerré los ojos.
Segundos después sentí las gotas de sudor brotar en mi frente y encima de mis labios. Vaya calor.
A
los diez minutos salió de la iglesia el misionero al que ayudábamos
allí. Era un hombre bajito, de origen indígena,
inteligente y buen predicador.
El
misionero, a quien llamaré Hernán, entabló conversación con un niño de
unos ocho años que se asomaba por encima de la barda que separaba el
terreno de la iglesia con el de la casa vecina. El niño, vestido con una
camisa roja, pedía algo de dinero "a los hermanos". El Sr. Hernán le
dio un poco de comida y lo invitó a venir a la iglesia esa noche. El
niño respondió algo, y segundos después el Sr. Hernán le preguntó al
niño si tenía a Cristo en su corazón. El niño dijo que no.
"No te preocupes", respondió el Sr. Hernán, "métete allí a la camioneta, porque el muchacho allí dentro te va a decir cómo".
Abrí
los ojos. ¿Eh? "Además" continuó el misionero, "él sabe dibujar. Dile
que te enseñe a dibujar". ¿Yo, dibujar? Digo, sí me gusta dibujar,
siempre y cuando se limite a hacer monitos de palitos, y—ya, es todo lo
que sé dibujar, casi creo. El niño abrió la puerta de la camioneta, y me
pidió que dibujara algo. En el carro había un pequeño pintarrón, un
juguete que pertenecía a la hija de nuestro líder del equipo misionero.
Lo tomé.
"¿Qué quieres que dibuje?" "Un animal". "¿Cuál?" "Eh, pues, un perro".
Dibujé un perro. O un oso. O una mascota alienígena. No estoy seguro.
Seguí dibujando por unos cinco minutos, hasta que el niño me pidió que dibujara algo que jamás me esperé.
"¿Puedes dibujar a Dios?"
La
pregunta me tomó por sorpresa. "¿A Dios?" repetí. "Sí", me dijo. Nunca jamás
imaginé que alguien me pediría algo así. El niño me miraba con
expectación; su pregunta había sido completamente honesta.
Le
dije, "A Dios nadie lo puede dibujar. Dios es tan grande que no cabe en
ningún pizarrón. Dios es tan grande que no cabe en el mundo. ¡Dios es
increíblemente grande!"
Y
esa fue la perfecta transición para hablarle a ese niño de Dios, de su
Hijo Jesucristo, y de Su muerte en la cruz por nosotros. Increíble cómo a veces el Señor nos pone en bandeja de plata la oportunidad de hablar el evangelio.
Dos
horas después súbí al púlpito a predicar, y unos diez minutos después, en medio de la prédica, el niño de camisa roja entró a la iglesia y se sentó en el suelo junto a la puerta, a escuchar la predicación de la Palabra.
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