El sábado pasado vino Braulio, su mamá y su
hermanito a la Escuela Bíblica de Vacaciones. Cuando llegamos al barrio
de remolques, vimos que había dos personas hablando con la mamá de
Braulio y pensamos que probablemente eran de alguna otra religión.
Me hizo pensar en lo
dificil que debe ser escuchar a una persona decir, “Esta es la verdad,
ésto es lo que debes creer”, sólo para que la semana siguiente venga
otra persona y diga, “No, le mintieron. Ésta es la verdad, ésto es lo que debe creer”.
Es por eso que el Espíritu Santo es quien finalmente convence a una
persona de la verdad del evangelio. Meras palabras no son suficientes,
aunque sean necesarias. Sin duda alguna Dios usa argumentos y
presentaciones, pero al final es el Espíritu que vivifica cuando una
persona escucha la Palabra de Dios.
Cuando compartimos la Palabra de Dios
con otra persona, es imperativo orar para que el Espíritu convenza a ésa
persona de pecado (Juan 16:8). Es muy fácil creer que lo que salva a
una persona es la “técnica” de presentación. Muchos creen que el fin de
evangelizar es convertir a la persona, pero éso es incorrecto. Ése
pensamiento es el que ha producido muchas falsas conversiones, ya que el
que presenta el evangelio usa cualquier técnica con tal de “asegurar” a
la persona al cielo. Así que usa presión, música, sentimentalismo, o si
no se omiten partes del evangelio como el pecado y el arrepentimiento.
La peor técnica que he visto es la de un joven en un crucero que le
pedía a la gente que repitiera después de él la oración del pecador, sin
siquiera explicarle a la persona qué es lo que estaba diciendo.
El fin de evangelizar
es proclamar la gloria de Dios. Nosotros debemos de comunicar el
evangelio fielmente,
sin agregar u
omitir, y es Dios quien se encarga de usar a su Espíritu para salvar a
la persona. Cristo lo dijo claramente: “Así es el reino de Dios, como
cuando un hombre echa semilla en la tierra; y duerme y se levanta, de
noche y de día, y la semilla brota y crece sin que él sepa cómo” (Marcos
4:26-27). Nuestra labor es echar la semilla, es decir, compartir el
evangelio; sin importar a quién, cuándo o dónde. Pero nosotros no
hacemos que la semilla crezca. ¡Esa es la labor de Dios!
No querramos robarle a Dios su labor. No tratemos de modificar el evangelio, ya que es perfecto pues su diseñador es el Dios viviente. No tratemos de “asegurar” a nadie. Más bien compartamos el evangelio fielmente, y les aseguro que Dios se encargará del resto, ya que él es un Dios que se complace en salvar (2 Pedro 3:9). No por nada el nombre de Jesús quiere decir “salvador”.
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